sábado, 11 de diciembre de 2010

Postal desde mi hemisferio

Hola, cómo estás, creo que no es necesario que te diga, que me ha faltado el tiempo, que llevo viviendo unos días sin aire, que no me he olvidado de ti, pero que has estado bastante despistado en mi cabeza, que te has perdido entre alguna neurona, pero has estado ahí. Ahora estoy tomando una taza de leche bien fría hasta arriba aunque tenga guantes y gorro puesto no puedo evitarlo, si la taza no está fría no es taza, bueno, al menos no es mi taza.

Llego tarde, he pinchado la bici, apenas puedo correr y el autobús ya se ha marchado, pero supongo que esperarás un día más, remontar el río y escalar las cordilleras me llevará algún tiempo, pero mientras que pueda seguir escribiéndote, sabrás que sigo vivo, aunque ahora estoy pensando que en algún momento me quedaré sin tinta, tendré demasido frío para trazar finas líneas en un papel y dudo que pueda caber una botella y su corcho en el macuto, está hasta arriba, el viaje es duro y yo no llevo un equipo de grabación con los que fingir las caídas por los desfiladeros, si caigo por una pendiente puedo morir, y yo sé que tú no quieres eso.

Por esto sé que esperarás. También sé que tú no pasas tanto frío como yo, se te da bien encontrar pequeños consuelos, tú alma es tan grande como tu cuerpo y aunque no con tantos recovecos como los pliegues de tu piel ni tantos surcos como los que dibujan tu cara, tiene algunos buenos escondites cálidos en los que acostarte.

Espero no desmayarme en el viaje, espero que te pases el tiempo de espera dejando notas en mi buzón. Significas sacrificio, supongo que sí, va a dolerme, voy a volverme loco, aguantarme las ganas de mirar el reloj y salir corriendo, perdido, voy a estar perdido, escondido más bien. Pianos y violines organizarán partidas de búsqueda para encontrarme, pero puede que me encuentren muerto, dormido, cansado, o peor aún, sin ganas de seguir, ni deseo de provocar su sinfonía.

Los labios morados, la vista perdida.

Toc, toc, divina onomatopeya, sí he llegado, pero cuidado, no quiero que te emociones demasiado, podrías despertarte.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Siempre quise pasarme a las acuarelas.

A veces, y siempre de casualidad encuentro cuentos en cuadernos, en hojas de papel, o tallados en los árboles, intento recordar cuando los escribí, o si fui yo quien lo hizo, siempre hay un rey, un príncipe y un oso que habla, al oso le gusta llevar sombrero, pero el oso no es un bufón, el oso tiene amigos, que le cuentan donde han visto un gran salmón. Los cazadores quieren su piel, el rey quiere su sombrero, y el príncipe solo quiere conversar con el oso del cuento. Trepando por las murallas el hijo del rey saltó al otro lado, el bosque oscuro y siniestro guardaba secretos de pino y abetos, zarpas por el barro desgarraron la calma y el príncipe aventurero llamó esperanzado: oso, gran oso, oso del sombrero, te espero con alforjas llenas de salmorejo, con una gran torta de queso y vino casero.

En este punto el cuento se tuerce arañado por el aburrimiento, sin tinta el autor misterioso, se olvida y juega a los malabarismos.

El príncipe pregunta a las fauces marrones por su destino, quiere conversar sobre vida y futuro. Una semana pasan caminando por bosques del dominio del sombrero cuando, dolor, la dentadura del colosal parlante se enfrenta a un huesecillo quisquilloso, a una espina, a la venganza de su última presa. El príncipe pide ayuda a un joven sapo que chapotea con la lengua del oso. Fuera la espina, fuera el meñique. ¿Un dedo? Pregunta el príncipe. Sí, no debí digerirlo bien cuando te devoré una semana atrás.

Sueños y más sueños, un cuentacuentos se ve atrapado, una mentira feliz, un final triste, una niña de dorados cabellos llora ¿Por qué eres tan malo cuentacuentos? Me pediste un cuento, encontré dos, elegí, el más fácil de arrancar de la corteza agrietada de mi alma.

El cuaderno comenzaba: “Deseo de una madrugada de verano, perseguir a un oso con sombrero por el bosque”.